En las primeras clases de proyectos que tuve en la escuela me enseñaron muchas tipografías, muchos garabatos, y me dijeron que mi primer proyecto sería desarrollar mi firma, algo que tuviese mi nombre o con lo que me sintiese identificada. Por medio de “mi primer proyecto” me reconocerían. Yo sinceramente no entendía nada. ¡Pensaba que la carrera de arquitectura era para hacer edificios!
Ya lo hicieron en algún momento maestros como Le Corbusier o Mies, como si del mayor proyecto que fuesen a tener en su vida se tratase. Y eso era lo que me decían, pero yo seguía sin entender el porqué.
En algún momento de la vida, cualquier arquitecto vende con su firma un poquito de él mismo. Su responsabilidad, su prestigio y en parte su arte. Digo en parte puesto que no es él mismo quien crea la arquitectura, si no quien diseña y dirige como debe realizarse. Un artista en cambio, por medio de su firma aspira a ser reconocido y deposita en ella su talento.
El problema viene cuando tu arte no depende de ti mismo, sino de otras personas a las que hay que controlar, organizar y revisar para que “su arte” (por ellos realizado) quede tal y como tú lo imaginabas (por ti creado).
Un arduo proceso durante el cual hay muchos y diferentes tipos de enfrentamientos que, a la vez dice mucho de la persona con la que se trabaja y a la cual has decidido contratar. Dicen que con la escritura y la firma de una persona se llega a saber mucho sobre ella. Incluso podríamos sentirnos identificados.